Victoria Cantú
6 oct 2020
Mi abuelo solía regañar (cariñosamente, cabe resaltar) a sus hijos y nietos cuando nos preguntaba sobre algún tema escolar y no sabíamos contestarle porque simplemente no nos acordábamos de la respuesta. Él decía, con su tono de anciano intelectual: “Lo que bien se aprende jamás se olvida”. Y casi toda mi vida me sentí culpable de haber obtenido tan buenas calificaciones sin poder recordar casi nada de mis clases, pues, según la frase de mi abuelo, si lo había olvidado entonces no lo había aprendido bien…
Durante el poco tiempo que estuve estudiando la carrera de Medicina (ahora ya conocen mi pequeño secreto), llevé una materia muy interesante sobre las neurociencias y su relación con el aprendizaje. En ella aprendí que el cerebro infantil está en pleno desarrollo y tiene una actividad impresionante de creación de sinapsis (las conexiones entre neuronas que se forman cada vez que entra nueva información, para almacenarla), las cuales se quedan en la memoria a largo plazo si alrededor del nuevo aprendizaje hay emociones positivas y repetición del contenido. De no darse estas condiciones, las sinapsis se debilitan y finalmente, se deshacen.
Y fue entonces cuando comprendí que muy seguramente en la escuela sí había aprendido muy bien mis temas, pues los estudiaba y hacía mis tareas con mucho esmero, y en aquel entonces era capaz de explicarle a quienes no entendían. Mi problema había sido que, al terminar el ciclo, el semestre, o la materia en cuestión, como ya no continué repasando el tema, practicándolo, o dándole algún tipo de seguimiento, las sinapsis que se habían creado en mi cerebro se habían debilitado y probablemente desaparecido. Finalmente dejé de sentirme culpable por decepcionar a mi difunto y querido abuelo.
Con esta historia mi objetivo es que entendamos lo que necesitamos hacer con nuestros niños si queremos que realmente aprendan para toda la vida. Los niños podrán ser muy inteligentes y aprender muy rápido, pero eso no les garantiza que lo que aprendan lo vayan a recordar de mayores.
Y sucede tal como las esponjas: si a éstas las dejas en un recipiente con agua y con cierta frecuencia le vas poniendo más agua, la esponja siempre estará húmeda. Por otro lado, si mojas la esponja y asumes que será suficiente, después de unas horas con el calor del sol se evaporará lo húmedo y la esponja quedará seca, como si nunca se hubiera mojado.
Así los niños (adolescentes y adultos también, a decir verdad) cuando aprenden algo nuevo lo comprenden muy bien, lo aplican y se emocionan porque ese nuevo conocimiento les ha servido y, pensando que ya lo saben tan bien que nunca se les olvidará, dejan de ponerlo en práctica, y después de un tiempo ya ni se acuerdan de lo que habían aprendido. Sería diferente si el tema recién aprendido lo repasaran algunas veces a la semana, trataran de aplicarlo en distintas circunstancias diarias, pues así la sinapsis en el cerebro que guardó esa información se irá reforzando y será difícil que se deshaga.
Nosotros podemos ayudar a nuestros niños para que jamás olviden lo bien aprendido. No le dejemos el trabajo de enseñar exclusivamente a los maestros, en cambio, tratemos de involucrar los temas escolares en la vida diaria de nuestro niño, haciendo que recuerde, que repase, que asocie, que aplique en lo cotidiano todo lo que aprende en la escuela. Así, aunque se vuelva adulto y termine sus estudios, con la costumbre de estar siempre húmedo por tanta agua que recibió de pequeño, ese niño buscará el agua por sí mismo, y su esponja nunca se secará.